El sistema instaurado a partir de su victoria electoral por Hitler era cualitativamente distinto del de libre empresa. Los nazis socavaron drástica ymetódicamente el capitalismo, creando gigantescas empresas estatales a cargo de áreas completas de la economía y convirtieron a los gerentes de la industria privada superviviente en funcionarios de facto, a las ordenes de Göring, director (más bien virrey) del Plan Cuatrienal calcado de los planes quinquenales soviéticos. El Plan Cuatrienal se orientaba sobre todo a crear una industria pesada de armamento encuadrado en un enorme concern, el Reichwerke propiedad del estado, con las empresas aún nominalmente privadas dirigidas desde él. Por ejemplo, desde el principio el holding de la industria química, I.G. Farben, aunque privado sobre el papel, se integró en el aparato estatal a todos los efectos, y utilizó la mano de obra esclava de los presos y los internados en campos de concentración, una de las características comunes entre el nacional-socialismo alemán y el socialismo real soviético.
La inversión pública, centrada en torno a la industria del armamento y la construcción de vías de comunicación pasó del 6,8% del PIB en 1933 (año de la subida al poder) al 25,6% en 1938. En 1938 Alemania era el país industrializado con la más alta proporción de gasto público después de la Unión Soviética.
Los beneficios empresariales fueron, simplemente, confiscados. Los bancos acusados de ser “judíos”, nacionalizados, los demás sometidos a un control administrativo interno equivalente en la práctica a una nacionalización.
Por otra parte, el sector obrero del partido nacional-socialista, capitaneado por Ernst Röhm y la fracción de Strasser presionaron en los primeros años de la toma del poder para que se implementasen medidas revolucionarias drásticas de inmediato.
Una de las razones que explican el ascenso de Hitler al poder absoluto y su permanencia en él es que supo convencer al ala izquierda de su movimiento de que la lucha de clases era menos rentable que la expansión y colonización del este europeo, reduciendo a la condición de pueblos esclavos a los polacos, rusos, etc.
No hay que perder de vista que Hitler, aparte de ser un fanático socialista, alucinado por su fe en la “ciencia” del darwinismo social y comprometido con la destrucción del orden liberal burgués, era un político práctico excepcional, que sabía cuándo y hasta dónde podía llevar adelante su agenda y cuándo tocaba esperar.
Hay que recordar que hasta la guerra su dictadura fue mucho menos feroz que la de Stalin, casi benévola en comparación.
El exterminio sistemático de los judíos, por ejemplo, no se inició 1942, en plena guerra. Mientras víctimas mortales de las purgas de Stalin incluyeron a más de un millón de miembros del partido comunista acusados de traiciones varias, el número de miembros del partido nazi asesinados en purgas internas sólo fue de unos pocos cientos.
La represión interna del régimen antes de la guerra fue siempre extremadamente selectiva; por ejemplo, los judíos fueron autorizados a emigrar sin demasiados problemas y, pese a que muchos militares detestaban a Hitler, este nunca realizó una purga en el ejército.
En Europa Central, en el mundo árabe y en América Latina, en muchos sentidos, Hitler y su régimen fueron vistos como una superación de y alternativa a la tiranía asiática de Stalin.
Recordemos, por ejemplo, que la embajada alemana en Chile financió al Partido Socialista y que Salvador Allende, cuando fue ministro de Sanidad, puso en marcha programas eugenésicos inspirados en los de la Alemania nazi, escribiendo incluso su tesis doctoral sobre el tema.
Para muchos izquierdistas centroeuropeos de los 30, sobre todo en el campo sindical, el nacional-socialismo alemán era una utopía que corregía los “errores” de la Rusia soviética y desmantelaba el capitalismo sin recurrir al terror generalizado, masivo.
Es interesante que ambos dictadores, Hitler y Stalin, siempre se tuvieran una admiración mutua y que sus relaciones fueran fluidas hasta casi el día de la invasión alemana a la URSS.
Un dato escalofriante de esa buena relación es la “prueba de buena voluntad” que dio Stalin a Hitler ante la firma del pacto germano-soviético.
Como demostración de que no tenía ninguna intención agresiva contra Alemania (que estaba ocupada en la guerra contra Francia y el reino Unido), puso en marcha una feroz purga en el Ejército Rojo que se tradujo en cinco mariscales ejecutados, 15 de los 16 jefes de ejército, 60 de los 67 comandantes de cuerpo de ejército, 136 de los 199 generales de división. En total, 40.000 oficiales ejecutados, muchos de ellos con sus familias.
El nacional-socialismo puso en marcha la participación de los asalariados en los beneficios de las empresas, un sistema de pensiones eficiente y una seguridad social por entonces pionera en Europa, no hablemos de la Unión Soviética, donde aún el trabajo esclavo era un elemento clave de la economía.
La corrupción generalizada de sus elites y el papel de esa corrupción en los procesos de cooptación y de reparto de poder es un punto en el que el nacional-socialismo y el sistema soviético eran idénticos, pero los nacional-socialistas cuidaron de que la corrupción no llegara al punto de impedir el funcionamiento del sistema.
En lo cultural ambos sistemas odiaban el arte abstracto y gustaban de la misma arquitectura mastodóntica, de los escritores funcionarios y los pintores/escultores de temas heroicos. El cine fue su arma favorita. Ambos totalitarismos contaron con intelectuales de gran talento a su servicio.
¶ domingo, diciembre 04, 2005
Blog con datos que la prensa habitual no acostumbra a insertar.
Es conveniente sacar a la luz aquello que se esconde o camufla.